The girl on the train (Tate Taylor, 2016)



En un tiempo lejano (segunda mitad de los ochenta y primera mitad de los noventa), los thrillers se habían deformado tanto que se pasaban de vueltas de tuerca: un punto de giro en el guión alteraba el sentido de todo lo visto hasta ese momento para avanzar hasta otro punto de giro que repite el mismo recurso hasta el final que, por supuesto, desmiente todo lo anterior. Wild things de John McNaughton es un ejemplo. 





Con la llegada de Mullholland Drive, la cosa se complicó aún más: ya no eran las piruetas de un guión más o menos ingenioso y/o tramposo el que manipule al espectador, sino que el montaje pasa a ser el que desparrame las piezas de un rompecabezas con idas y vueltas en el espacio temporal, juegue con el punto de vista o directamente altere la percepción de los personajes. Un ejemplo de esto es The girl on the train.








Rachel (Emily Blunt) -una alcohólica que carga la culpa de su fracaso matrimonial- viaja a diario en tren para pasar por la localidad donde todavía vive su ex-marido Tom (Justin Theroux) junto a su actual pareja Anna (Rebecca Fergusson), a quien Rachel odia por haberle quitado a su esposo. A lado de la casa de su ex vive Megan (Haley Bennett) la joven que Rachel  desde el tren solo vio un par de veces y que en algún momento fue niñera de la hija de Anna y Tom. Una tarde de crisis, Rachel baja del tren para lastimar a Anna y cuando cree divisarla, la persigue hasta la entrada de un túnel donde recibe un golpe que la atonta para luego perder el sentido. Al volver en sí en su casa, se encontrará golpeada, la cabeza sangrando y con la noticia de la desaparición de Megan.



A partir de ahí, la película se transforma en una mezcolanza de situaciones insostenibles, plagada de momentos ridículos que la esforzada interpretación de Emily Blunt no merece: hay relaciones entre personajes que carecen de lógica (Rachel con la pareja de Megan), personajes intrascendentes (la detective que jamás investiga lo que se supone que está investigando; la descabellada aparición de Lisa Kudrow), o  alteraciones del punto de vista insólitos (la resolución del misterio) que solo demuestran la pereza a la hora de, por lo menos, entretener.






El final es un un tributo a lo antojadizo condensado en una estirada secuencia donde el trío de personajes actúan de manera anárquica como si estuvieran en tres películas diferentes.



Cuatro décadas atrás, The Girl on the train hubiera sido una película clase B hecha para VHS. Pero ni la gracia de esas juguetonas berretadas tiene.

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