Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019)

 

A medida que Pedro Almódovar refinaba su estilo y se convertía él mismo en un personaje, su cine se fue asfixiando con su propio mundo hasta vaciarse de oxígeno. Dolor y gloria vuelve a tener a un director de cine como personaje principal (Salvador Mallo interpretado por un Antonio Banderas símil Almodóvar) que busca recomponer su pasado, en especial con su madre mientras lidia con problemas físicos y achaques varios.










La película transcurre con cierto interés durante el reencuentro de Mallo con Alberto Crespo (Asier Exteandia), quien fue el actor principal de su película más famosa y al que le retiró la palabra desde el estreno de la película disgustado porque el actor no respetó sus indicaciones.Tres décadas después, Mallo reconoce que la interpretación de Crespo en la película mejoró con los años y con la excusa de un homenaje por el aniversario del estreno del film donde se proyectará la película y se pretende que tanto Mallo como Crespo estén presentes para hablar con el público, el director va a buscar al actor a su domicilio. El tiempo que dura ésta reunión carga a la película de una intimidad y calidez que se sostiene también con los pasajes evocadores de la infancia con Penélope Cruz como la madre más cierta nostalgia en la relación de Mallo con su entorno.


Lamentablemente, todo interés se rompe cuando aparece Federico Delgado (Leonardo Sbaraglia), un amor de su juventud, y la película comienza un derrotero de casualidades muy forzadas (la aparición de Delgado, el dibujo del final), subrayados sobre la homosexualidad del director (el albañil que parece sacado de una película de Fassbinder), la relación con la madre (que Almodovar ya fatígó en La flor de mi secreto, Todo sobre mi madre e incluso Tacones Lejanos), agregando un insólito pedido de disculpas  a su progenitora por no haber sido quién lo que ella deseó que él fuera (no se entiende muy bien en qué falló, aunque se intuye que fueron por sus años madrileños, como si tanto la madre como el director no hubieran asimilado el paso de los años).




Pero como si esta serie de recursos forzados no fuera suficiente, Almodóvar infla su ego al punto de lo insoportable: niño prodigio que enseña a leer y escribir a los pobres iletrados de provincia, director respetado, famoso y con un buen pasar que además tiene la victoria de ser el único amor de un ahora heterosexual al que le despierta nuevamente el deseo a pesar de los achaques físicos que la película machaca una y otra vez. Ni Woody Allen se animó a tanto.



Ni testamentaria (no parece que Almodóvar haya querido clausurar su obra aquí), ni intimista, ni madura. Pura celebración de su ego. 

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