Todos a la cárcel (Luis García Berlanga, 1993)

 

Un turbio banquero del vaticano (Torrebruno) está prisionero en una cárcel española. Tanto Italia como España no quieren hacerse cargo del reo por cuestiones diplomáticas, la mafia lo quiere matar y el Vaticano bendecirá la mejor manera de sacarlo del medio. Entonces, como beneficio salomónico, se inventará una conmemoración llamada El Día del Preso Político en homenaje a los presos del franquismo donde se le va a facilitar la fuga de la cárcel al banquero aprovechando el ingreso de invitados al penal para las las actividades conmemorativas. A partir de aqui, comenzarán a amontonarse personajes uno más hilarante que otro: ex-brigadistas, cubanas anticastristas, ex-presos políticos, policías en huelga, funcionarios, ministros y hasta el dueño de una fábrica de sanitarios (José Sazatornil) que persigue el cobro de un trabajo. Una madeja humana que Berlanga enrolla y desenrolla a su gusto.







Pero más allá de la estupenda calidad cinematográfica (una puesta en escena aceitada, planos secuencias con diálogos de timing impecables, el típico descontrol final), Berlanga retrata a una incipiente camada política española embelesada con el neoliberalismo, que olvidó la dictadura franquista o que la usa simplemente como banderín  (Quintanilla, el personaje de José Sacristán), cuyos ministros sólo hablan de ajuste, donde se alienta el arreglo por lo bajo entre ciudadanos y funcionarios para beneficio propio y para cual la presencia de la televisión es el único motivo para que algo se lleve a cabo.



Todo este engranaje funciona a la perfección en esta corrosiva comedia que llega a niveles de hilaridad como  el velorio a cielo abierto de un cura que murió por exceso de flatulencias mientras se baila El tractor amarillo. 



Berlanga es una necesidad.




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