Dune (David Lynch, 1984)
Dino de Laurentiis quería una Star Wars (George Lucas, 1977) con algo de calidad y tentó a David Lynch para filmar la adaptación de la novela de Frank Herbert. Lynch aceptó y filmó una película de (des)venturas espaciales con mucha locura, sangre (negra), criaturas pesadillescas dentro de un marco de epopeya espacial lyncheana. A Laurentiis la versión de Lynch le pareció inapropiada (o sea poco comercial) y empezó a cortar. Pero se sabe que cortar una película de Lynch es correr el riesgo de que la película pierda la atmósfera que el director logra grabar a fuego en cada imágen. Por supuesto, el corte no dejó conforme a Lynch y Dune se convirtió en la película de la cual renegó por siempre.
Es verdad: Dune se disfruta sólo por el inimitable estilo lyncheano que Laurentiis no pudo erradicar del todo. Los momentos entre el Barón Vladimir Harkonnen (Kenneth McMillian), Beast Rabban (Paul L. Smith) y Feyd Rautha (Sting) son marcas registradas de Lynch y son por lejos lo más atractivo de la historia. Sin embargo, el tono de cuento fantástico con el que abre la película (la Princesa Irulan (Virginia Madsen) narrando un prólogo que nos pone en situación), los sueños de Paul Atreides (Kyle MacLachlan) y la delirante cabalgata de gusanos apenas salvan a una película que estaba destinada en ser de culto pero terminó siendo un film pesado, solemne e incomprensible (aunque la versión firmada como Allan Smithee, a pesar de presentar a los personajes de manera esquemática, tampoco se entiende mucho). No obstante, Dune no es tan mala como se cree y se puede disfrutar como una contracara algo perversa de la insoportable saga de George Lucas.
¿Qué hubiera pasado sin Dune hubiera sido un éxito? La respuesta: dos años después, Lynch logra el reconocimiento total con Blue Velvet.
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