Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)
















La historia de Travis Brickle (Robert De Niro) es conocida: abrumado por Vietnam, insomne crónico, solitario, entra como taxista de una Nueva York tan al borde del colapso como él. A partir de ahí, sus días serán un tobogán al infierno mientras intenta justificar su existencia intentando rescatar de la prostitución a Iris (Jodie Foster) una pre-adolescente de doce años manejada por Sport (Harvey Keitel).




Martin Scorsese toma su cámara como un  cincel y talla la nocturnidad de Nueva York con una ferocidad que aún incomoda: no hay postales turísticas, ni espacios abiertos. La ciudad asfixia. La fotografía de Martin Chapman por momentos satura los colores como una película de terror y la tenebrosa partitura del genial Bernard Herrmann refuerza lo tétrico. Pero sin lugar a dudas, el pilar de esta realización es el grandioso Robert De Niro.




Los ojos muertos que van de lado a lado soportando la locura externa con que abre la película, y la creciente e insoportable locura propia que Travis advierte se le irá de las manos si alguien no lo frena, es un desafío interpretativo supremo. Esos ojos muertos del inicio van a germinar una explosión visceral con tanta sangre como sea posible cuando la última oportunidad de socorrer a Iris fracase. La negación de Iris en salvarse convertirá a Travis en el ángel negro de la ciudad y el cuerpo De Niro será el de un Cristo pasado de rosca rumbo a una crucifixión autoinfligida. Esta proeza física De Niro la repetirá en Ranging Bull (1981), también de Scorsese.


A pesar de  algunos baches narrativos y situaciones forzadas (como la cita en el cine pornográfico con la idolatrada Betsy (Cybill Shepperd), un personaje que la película abandona como si no fuera importante ni para la película ni para Travis) Taxi Driver aún sigue siendo una experiencia inolvidable que vale la pena revisitar cada tanto.


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