El último Elvis (Armando Bó, 2012)



Carlos (John McInerny) es Elvis. Aunque para los demás, Carlos se cree Elvis. Trabaja como operario en una fábrica de electrodomésticos, visita a su madre en un geriátrico y  realiza recitales más por placer que por dinero. Cerca de los cuarenta y dos, Elvis planea un viaje a Graceland para dejar atrás el trabajo y a su mujer Alejamdra (Griselda Siciliani) y a su hija Lisa Marie (Margarita López). Sin embargo, Alejandra tendrá un accidente junto a Lisa y Elvis se ve obligado a seguir trabajando para mantenerse y cuidar a su hija mientras Alejandra de recupera del accidente. Una vez que las cosas están en orden, Elvis se despide de su entorno para concretar el viaje.


Más allá del ambiguo final (todavía me queda la duda si el segmento de Graceland es producto de la imaginación), El último Elvis es una película que mira con extrañeza pero sin maldad a un personaje con un ego tan desmesurado que necesita regularlo con un fanatismo extremo hacia otra persona. Elvis es pedante, egoísta, indiferente a todo lo que no sea él mismo. Ni siquiera su arte está por encima de él. El es un Rey, pero sin corona. Como Bo no pretende juzgar a Elvis sino acompañarlo, está pendiente de los gestos de aquellos que lo rodean: desde la indiferencia del supervisor de la fábrica (Germán Da Silva) a la paciencia cercana a la impotencia de Alejandra. 


No obstante, hay un intento de ingresar al mundo de Elvis para comprenderlo, pero el efecto alucinante de verlo rodeado de otros imitadores (Iggy Pop, Britney Spears, Barbra Streisand) impide empatizar en ese submundo donde evidentemente las líneas con  la realidad se han perdido, tal vez con la idea de no asumir frustraciones propias.



El último Elvis termina siendo una gran y perturbadora ópera prima sobre la imposibilidad de asumir la realidad de ser lo que no se acepta ser.



Avance cinematográfico






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